Durante décadas divorciarse en Colombia fue una carrera de obstáculos. La ley, profundamente protectora de la institución matrimonial, obligaba a quien deseaba poner fin a su vínculo a demostrar causales específicas: infidelidad, maltrato, abandono u otras formas de quiebre grave. En la práctica, eso implicaba revivir experiencias dolorosas o resignarse a convivencias insanas porque no podía irse con el temor de dejar a sus hijos o de una acusación de abandono.Más adelante, la posibilidad del mutuo acuerdo alivió el proceso, pero mantenía una exigencia: el consentimiento de ambos cónyuges.