Kilmar no es Elián

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En 1997 empecé a mudarme a Estados Unidos. Digo empecé porque fue el inicio de un traslado por capítulos que me ha permitido el privilegio de tener un pie en Colombia y otro en la Unión Americana. El país al que llegué era completamente diferente al que tenemos hoy. La gente le temía a la ley, y el respeto a los procesos estaba grabado firmemente en la identidad nacional. Todo ha cambiado. Me explico.Déjeme usar un caso que hoy ejemplifica mucho de esta transformación: el del salvadoreño Kilmar Abrego García. Un inmigrante que entró indocumentado al país, con un severo prontuario en su contra, y que fue deportado –aparentemente sin el debido proceso– se ha convertido en el centro de la pelea política entre demócratas y republicanos.Hace 25 años, cuando vivía en Houston, el balserito Elián González protagonizaba otro caso migratorio. Tenía 6 años, había perdido a su madre en el mar y fue rescatado por guardacostas estadounidenses mientras huía del régimen de los Castro. Era un niño, inocente e indefenso. Pero eso no le importó al Gobierno de Bill Clinton, que lo sacó del país como a un delincuente. Los demócratas, en bloque, pidieron su deportación. Querían devolverlo a Cuba, a la dictadura, porque decían que la ley debía cumplirse. Y lo hicieron con brutalidad: un agente federal irrumpió armado en la casa de su familia en Miami y se lo llevó a la fuerza. Según ellos, no se podía permitir que un menor se quedara en Estados Unidos violando el proceso migratorio. La ley era la ley. Todavía tengo en mi memoria sus ojos abiertos, desconcertados, cuando era cargado por un agente armado hasta los dientes que lo sacaba de su casa. Terrorífico, pero la ley era la ley.Veinticinco años después, el panorama es el opuesto, y el doble discurso también. Hoy esos mismos demócratas defienden a Kilmar Abrego García. Un adulto que entró al país de manera ilegal, acusado de violencia doméstica, señalado de ser miembro de la Mara Salvatrucha, con antecedentes criminales y una orden de deportación. Y, aun así, protegido por el sistema.¿Dónde quedó la firmeza con la que actuaron contra Elián? ¿Dónde está ahora la preocupación por el cumplimiento de la ley migratoria? ¿Qué pasó con la “autoridad moral” que los impulsó entonces a sacar a un niño de su cama a punta de fusil? Hoy solo hay tecnicismos legales y una conveniente defensa. Kilmar Abrego García no representa un drama humanitario. Es un símbolo del desorden migratorio. Entró al país de manera ilegal, fue acusado de agredir a su esposa, está vinculado a una pandilla violenta y, sin embargo, el sistema –con el respaldo de sectores demócratas– le ofreció amparo. Para esta narrativa, Kilmar es digno de defensa; Elián, no.Entiendo el argumento de que no se puede deportar por deportar. También comparto firmemente el debido proceso, que es garantía para que todos podamos vivir con tranquilidad en un sistema que nos mire a todos de la misma manera, de forma justa, sin importar nuestro color de piel. Pero no puedo negar que me preocupa profundamente cómo este país ha cambiado a tal punto que no se pueda deportar de manera expedita a una persona con los antecedentes de Abrego, y que exista un partido político que lo defienda de forma vehemente. Elián solo tenía 6 años. Su único “delito” era querer libertad. Kilmar carga un prontuario. Su único “mérito” es encajar en una narrativa ideológica. Los republicanos y la administración Trump tampoco salen bien librados. El caso de Abrego es ejemplo de desprolijidad. Lo más fácil era tener todo su prontuario listo y no irlo revelando con cuentagotas a medida que la historia ha ido creciendo. El accionar del Gobierno se asemeja más al de un grupo desesperado de burócratas tratando de apagar un incendio que se les salió de las manos.Lo que queda claro es que el caso de Abrego no es sobre compasión ni de derechos humanos. Es pura política. Y, en la mitad, una comunidad inmigrante que vive en medio de la desinformación partidista: una que prefiere defender a una persona con serios cuestionamientos y procederes, y lo muestra como una víctima, y otra, la administración, que con su desorden y exageraciones crea pánico y corre el riesgo de hacer que justos paguen por pecadores. Estados Unidos ha cambiado mucho.

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