Francisco José Mejía

Para hablar sin eufemismos, y siendo estrictamente objetivos, hay que decir que a Colombia la gobierna una banda criminal cuyos cabecillas actúan bajo la fachada de justicieros sociales. Llegaron al poder sobre la plataforma criminal del estallido social, el pacto de la picota y la financiación del narcotráfico y carteles de la contratación como el de Euclides Torres. Y ya en el poder han doblado su apuesta delictiva.

Hay una faceta de Antonio Nariño que ha sido soslayada, y tal vez ocultada, que es aquella de gran empresario. Y la razón es que los historiadores contemporáneos han creído que, acaso por frívola, revelarla le quitaría lustre al precursor de nuestra independencia. Error. Es en esa faceta donde se esconde una de las claves de su más elevado espíritu revolucionario, y del de su época.Nariño era un criollo de la clase alta cuyo padre, oriundo de Galicia y funcionario del virreinato, les había dado una vida de abundancia económica.

Vista la corrupción sin precedentes de este gobierno, el maltrato a las mujeres y su alianza con lo peor de la politiquería, es claro que ya no podrán utilizar las banderas de la lucha contra la corrupción, ni del feminismo, ni las de la decencia política para conseguir votos. Tampoco habrá nada que mostrar y sí un desastre por explicar.

El premio Nobel de Economía, James Robinson, y el colombiano Javier Mejía, profesor de la Universidad de Stanford, hallaron en un estudio que la razón de la persistencia de la violencia en Colombia se encontraba en el derecho de gentes consagrado en la constitución de Rionegro, donde quien se rebelara contra el Estado utilizando la violencia, tendría un tratamiento político y no coercitivo.