Nuestro país conoce profundamente el peso de la guerra. Más de cincuenta años de conflicto armado interno han dejado en la memoria colectiva episodios dolorosos: atentados terroristas, paros armados, secuestros masivos, extorsiones, ataques con explosivos y magnicidios, como el de Luis Carlos Galán y recientemente el de Miguel Uribe, han marcado la historia del país. Estas cicatrices nos recuerdan que la violencia no es un capítulo cerrado, sino una amenaza latente que se reinventa con el tiempo y con las dinámicas políticas.Uno de los mayores problemas estructurales ha sido la ausencia de políticas de Estado sostenibles en materia de seguridad. En lugar de construir una estrategia nacional consistente y de largo plazo, Colombia ha dependido de visiones cortoplacistas que cambian cada cuatro años con el gobernante de turno. Algunos gobiernos han enfrentado con contundencia a los grupos armados, mientras que otros, bajo discursos populistas o conciliadores, han dado la sensación de favorecer indirectamente la acción de actores ilegales. El resultado es un país que sigue llorando la pérdida de líderes sociales, civiles inocentes y héroes uniformados que, más allá de cualquier bandera política, cumplen su juramento de defender la libertad y el orden.Frente a la tibieza del Estado para garantizar de manera efectiva la seguridad ciudadana, el sector privado ha venido desempeñando un papel complementario. Empresas de vigilancia, seguridad privada y servicios de escoltas han brindado protección a personas, familias, organizaciones y sectores estratégicos de la economía. Sin embargo, su capacidad se ha visto rebasada por la magnitud y la complejidad de las amenazas que enfrenta el país.Las cifras de seguridad pública en Colombia evidencian esta terrible situación: los hurtos a personas y residencias, el robo de celulares, las extorsiones digitales y presenciales, así como los homicidios selectivos contra líderes y empresarios, generan una sensación de inseguridad permanente en la población. La percepción ciudadana confirma este panorama: de acuerdo con encuestas recientes, más del 70 por ciento de los colombianos manifiestan sentirse inseguros en las calles de sus ciudades, lo que revela una brecha entre la acción del Estado y las expectativas de la sociedad.En este escenario, la seguridad privada ha intentado llenar vacíos, pero su cobertura es limitada y desigual. La contratación de escoltas, vigilancia armada y tecnología se concentra en sectores empresariales, funcionarios públicos, líderes políticos o ciudadanos con capacidad económica. Para la mayoría de la población, estas soluciones son inaccesibles. En consecuencia, la seguridad privada se convierte en un privilegio por necesidad, más que en un derecho garantizado.Además, la criminalidad organizada, particularmente los Grupos Armados Organizados (GAO) y los Grupos Armados Organizados Residuales (GAOR), han trasladado sus operaciones hacia entornos urbanos, sofisticando sus estructuras y expandiendo delitos como la extorsión y el secuestro exprés. Esto ha sobrepasado las capacidades del sector privado, que carece de facultades de inteligencia, poder coercitivo legítimo y alcance nacional.Así, se hace evidente que la seguridad privada no puede sustituir al Estado. Su papel es complementario y necesario en determinados ámbitos, pero la garantía integral de la seguridad pública debe recaer en la institucionalidad estatal, articulada con las Fuerzas Militares, la Policía Nacional y políticas públicas sólidas que prioricen la protección ciudadana como un derecho fundamental.La gran pregunta, entonces, recae nuevamente en el Estado: ¿qué ocurre con el resto de la sociedad que no puede pagar seguridad privada? Allí se revela la urgencia de fortalecer la institucionalidad, sus capacidades y de reconocer que la protección de la vida, los bienes y las libertades no es un lujo, sino un derecho fundamental que solo el Estado puede garantizar de manera universal.En este punto, los líderes, políticos y empresarios no podemos permanecer ajenos ni adoptar un rol pasivo. La seguridad no es únicamente un tema solo militar o policial: es un factor esencial para el desarrollo, la confianza inversionista, la estabilidad institucional y la cohesión social. En un país de más de 50 millones de habitantes, con profundas desigualdades, se requiere con urgencia liderazgo real y representativo, capaz de visibilizar las problemáticas, enfrentar los riesgos y construir una visión estratégica de nación.Colombia clama por líderes auténticos, no por figuras que aparecen en campaña y desaparecen en la gestión. Clama por un Estado que recupere su función suprema: garantizar la seguridad y la paz. Y clama, sobre todo, por una Colombia segura, sin miedo, con instituciones fuertes y con ciudadanos que puedan vivir con dignidad y confianza en su futuro. Nazly Riveros Rodríguez, consultora estratégica en seguridad
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