David Alejandro Rojas García, DW

La reciente aparición de conejos con extraños crecimientos en Fort Collins, Colorado, ha generado alarma y curiosidad entre los vecinos. Algunos de estos animales presentan estructuras en la cara que se asemejan a cuernos, lo que ha motivado comparaciones con figuras de películas de terror y ha inspirado apodos como “conejos de Frankenstein”, “conejos demonio” y “conejos zombi”.Sin embargo, los científicos aseguran que no hay motivo de alarma.

Una reciente investigación ha sacudido los cimientos de la neurociencia al plantear una posibilidad que, hasta hace poco, pertenecía exclusivamente al terreno de la ciencia ficción: la persistencia de los recuerdos después de la muerte. Los hallazgos apuntan a una transformación profunda en la manera en que la ciencia concibe la relación entre memoria y mortalidad.Una hipótesis que rompe paradigmasTradicionalmente, la muerte ha sido entendida como el final absoluto de la experiencia y la memoria.

Cuando los astronautas del programa Apolo pisaron la Luna por primera vez, esperaban encontrarse con una superficie desolada, cubierta únicamente de polvo y rocas grises. No obstante, entre ese paisaje monocromático emergió algo inesperado: miles de diminutas esferas de vidrio color naranja que brillaban bajo el Sol lunar. Estos pequeños fragmentos, comparables en tamaño a granos de arena, despertaron la curiosidad de la comunidad científica durante décadas.Hoy, más de 50 años después de su recolección, estas cuentas han sido identificadas como verdaderas cápsulas del tiempo.

Aunque el 2020 suele figurar en la memoria colectiva como uno de los peores años vividos recientemente por la humanidad, y muchos pensarían en 1914 o 1939 como puntos de quiebre históricos, un grupo de científicos e historiadores asegura que el verdadero “año más catastrófico” registrado no es ninguno de esos. “Fue el comienzo de uno de los peores periodos para estar vivo, si no el peor año”, afirmó el historiador medieval Michael McCormick, de la Universidad de Harvard, en la revista Science.

Cada palabra de la Biblia encierra una especie de firma estilística que, aunque imperceptible a simple vista, puede ser detectada con ayuda de herramientas tecnológicas modernas. Así lo sugiere un reciente estudio publicado en PLOS ONE, donde un grupo interdisciplinario de investigadores utilizó inteligencia artificial (IA) y modelado estadístico para rastrear la autoría de fragmentos del Antiguo Testamento.La investigación ofrece una mirada renovada sobre la composición del texto sagrado.