Andrés Guzmán Caballero

La verdadera noticia no debería ser la renuncia de ocho integrantes de la Comisión Asesora de Política Criminal, sino que en Colombia exista tal comisión. Porque, seamos honestos, hablar de política criminal en nuestro país es como hablar de democracia en Corea del Norte: un espejismo, una ilusión, un mal chiste disfrazado de burocracia.Para los que no lo sabían, esta comisión tiene como función asesorar al Gobierno en la formulación y evaluación de políticas que combatan eficazmente la criminalidad.

Miguel Uribe Turbay no fue víctima solo de las balas de un sicario adolescente, fue víctima de un Estado ineficaz, de una inteligencia inexistente y de un sistema judicial que ha hecho del crimen un juego de niños.

En Colombia, donde ni las leyes de la física ni las de la política logran que Álvaro Uribe Vélez y Gustavo Petro se pongan de acuerdo, ni siquiera para definir qué día es hoy, ha tenido que llegar un salvadoreño —el presidente Nayib Bukele— para obrar el milagro: unirlos.

En Colombia, nos cuesta llamar las cosas por su nombre. A los corruptos, les decimos “líderes”; a los narcoguerrilleros, “defensores de derechos humanos”; a la impunidad, “garantismo”; y a una invasión descontrolada con componentes criminales, la adornamos con eufemismos como “crisis migratoria”. Pero la realidad no se maquilla: lo que hoy vive Colombia no es solo un fenómeno humanitario. Es, en muchos territorios, la consolidación silenciosa de una franquicia criminal organizada y exportada desde Venezuela.Sí, una exportación.

Hace unos días, la revista Semana resaltó la visita de Johana Bahamón a las cárceles de El Salvador. Allí, una privada de libertad cartagenera, con la voz firme y sin vacilar, le dijo de frente mientras le aplicaba una capa de esmalte a una visitante: “Prefiero estar presa en El Salvador.”Quiero ampliar esta experiencia que, para mí, también fue sorpresiva. No lo dijo con resignación, sino con dignidad. Se llama Paola.

En un país donde los bancos parecen inalcanzables para los más pobres, millones de ciudadanos recurren a una solución más sencilla, más rápida y, sobre todo, más mortal: el “gota a gota”. Esta modalidad criminal no es solo un drama financiero, es un síntoma político, un mensaje contundente del Estado hacia sus ciudadanos más vulnerables: “arréglenselas solos”.La premisa del “gota a gota” es tan simple que parece diseñada en algún laboratorio clandestino del capitalismo más salvaje: préstamos inmediatos, sin trámites, sin papeleos, pero con la trampa oculta de intereses astronómicos.

A Colombia no la destruyen los criminales, la destruye la impunidad. No es la delincuencia la que ha condenado a millones de ciudadanos al miedo, sino un sistema de justicia diseñado para garantizar que el crimen prospere. Un sistema con tres justicias transicionales y una justicia ordinaria, y ninguna funciona.En este país, hay jueces para los narcos, jueces para los corruptos, jueces para los paramilitares, jueces para la guerrilla, jueces para los procesos de paz y, en teoría, jueces para los ciudadanos comunes. Pero si usted es víctima, vaya haciendo fila.